sábado, 12 de abril de 2008

Don Lucho López. (1986)

Don Luis Lopez.

Pato Varas




Durante ocho años trabajé con don Luis López, don Lucho. Fui su ayudante y su discípulo y colaborador en la Universidad. Nada es más grande, en el saber, que el encuentro con un maestro. Don Lucho era un maestro. Con él aprendí más que todos mis años de Universidad, de formación y de trabajo. Fue algo de la infancia que aún guardaba en mí, creo yo, lo que me hizo decirle un día, luego de tres años de asistir a su curso, que yo había aprobado largamente: “Don Lucho, me gusta-ría ser su ayudante. Ad honorem, por supuesto”. Él siguió conversando de lo que hablábamos anteriormente y como siempre sonrió y asintió. Nada contestó en ese ins-tante. Tres días después, al pasar por la facultad, salió corriendo una secretaria: -Venga tiene que firmar el contrato. No entendí al principio. Así empece a trabajar en la Universidad. Nueve años más tarde murió don Lucho y yo fui despedido. Lo iba a acompañar. Eramos amigos. No quería que lo avergonzaran. Tenía escaras en la es-palda. Le dolía la espalda. La habitación se llenaba de gente. Yo y los más cercanos esperábamos en una sala contigua. Entonces venía su secretaria y me decía: -Pato, quiere que le arregles los almohadones. Yo iba, metía mis brazos entre las sábanas, tomaba su ahora cuerpo enflaquecido y llagado, lo levantaba y acomodaba en sus es-paldas los almohadones. Don Lucho me miraba, aún, como siempre sonreía, pero sus ojos estaban tristes y secos. Don Lucho se iba muriendo y por cada soplo que partía yo se lo guardaba en mi pecho para que siempre viva.

Habíamos unos quince o catorce en la oficina. Toda la Universidad iba al funeral. Pero la oficina esa, la de selección y admisión de alumnos estaba en plena tarea, no podía cerrar. Sólo cuatro o cinco podíamos responsabilizarnos de ella. Don Bernardo, el Jefe, dijo: Yo voy, y no hay caso, uno se queda. Vean ustedes, pero uno se queda. Todos miraban hacia el suelo y las ventanas. Todos querían ir. Era el fune-ral del maestro. Y me miraban como si lo vieran a él. Yo me quedo, dije, como pala-bras de viento irrevocable. Me abrazaron y se fueron. Ellos al funeral. Yo me quedé trabajando con don Lucho.

Mi madre me miró largamente cuando le conté que ya no trabajaba en la Universidad y que me moría de pena. Me abrazó y me dijo con la sencillez de la gente buena: “Hijo, no hay mal que por bien no venga”. Y así fue. Entré a trabajar al CPEIP. Comprendí, entonces, que daba un paso superior, profundo y más real. Don Lucho me había preparado, sentí yo, para cosas más importantes. Y aquí estoy.

Para mí, lo primero es la identidad. De ella surgen naturalmente la con-gruencia, la transparencia y la autenticidad. Sin ella sólo vagamos en un mundo de apariencias y engaños mezquinos. ¿Quién soy yo? ¿Quién eres tú? ¿Me conozco, me acepto? ¿Y tú? ¿Y a ti? ¿Y tú a mí?


¡Ah! si todos pudiésemos ser sencillamente sencillos. Cada vez que veo a un hombre sencillo, me emociono. Encuentro que es una paradoja admirable cómo la sabiduría y la sencillez van siempre de la mano. Y en vez de esto, cuánta suficiencia y superficialidad señorea allí donde más que el saber se anhela el poder. Hombres vanos que no logran descubrir que sólo un hombre de saber es un hombre de poder.

Don Lucho era un hombre tan sencillo, tan sencillo, que mi primer pen-samiento al verlo entrar a la sala de clases en primer año de la Universidad fue: “Este hombre debe llevar tantos años como secretario en la facultad que a veces lo dejan hacer clases”. Hace unos meses se le rindió un homenaje a los tres principales filóso-fos porteños: C. Finlayson, Rafael Gandolfo y Luis López. ¿Es que resulta menester ser sabio para que seamos sencillos?

Decía: “Vamos a analizar este libro, pero primero lo vamos a leer”. Dos horas después nos íbamos confusos, irritados, maravillados, abatidos y deseoso de una nueva clase. ¡Ninguno sabíamos leer!, que íbamos a poder analizar o comprender entonces. “Es necesario leer lo que el autor nos dice, no lo que nosotros, al leer, deci-mos”, comentaba don Lucho y sonreía. Siempre sonreía. Incluso cuando la discusión se tornaba agria y acalorada. Sonreía como diciéndonos “Bien, bien, defienda lo suyo que yo no dudo de lo mío”. Y como él era inevitablemente él, y yo fui siendo yo, con su respaldo y comprensión, nos fuimos encontrando. A mí me gustaba la psicología y a él la antropología. “Bien, siga en lo suyo, a mí no me interesa, pero se necesita gente que vea la psicología con ojos humanos, siga no más”. Y luego agregaba: “Un hombre universitario puede ejercer cualquier quehacer; la Universidad es una forma de ver y pensar la realidad y de actuar en concordancia. Existe un puro título y es el de univer-sitario. Quien no lo comprende es como si no hubiese pasado por la Universidad”.

Un año, por marzo, nos cruzamos en el pasillo de la Escuela. Me dijo: Voy a hacer cosmología. Son cuatro horas a la semana, yo voy a tomar las del martes, usted ¿puede tomar las de jueves?

Yo, si sabía, era su ayudante y colaborador en todo, pero jamás había hecho una clase de cosmología o filosofía de las ciencias. Le dije: “Don Lucho, me encanta la cosmología, pero no sé nada. Nunca he hecho clases de cosmología”. Se sonrió y me contestó: “No sea así, usted no va a tener ningún problema. Todo lo que tiene que hacer es leer con los alumnos un libro”. No tuve ningún problema y aprendí que todos los libros son iguales. Da lo mismo la lógica, antropología, ciencias, artes o metafísica cuando se sabe leer y analizar. Y en la vida, todo es lo mismo, cuando sa-bemos filosofar, es decir, reflexionar con honestidad y esencia. Pero como ha dicho Nietzsche: “Filósofo es aquel hombre que hace lo que piensa”.





Yo tuve, en don Lucho, un apoyo magnífico e incondicional. Qué más querría yo para todos; alumnos, profesores, padres, hermanos. Y del mismo modo, yo estuve, todas las veces que me lo pidió, donde quería o necesitaba que estuviera. Qué menos podía hacer yo. Durante todos esos años él era simultáneamente profesor en la Facultad, ocupaba algún alto cargo directivo y, por las noches, hacía clases en el Liceo Nocturno Eduardo de la Barra. Don Lucho, ¿por qué hace clases en la noche?, ¿qué necesidad tiene de ello? Sonreía y me decía: “Bueno, somos un grupo de amigos que echamos a andar este Liceo Nocturno. Además esos alumnos nos necesitan”.

“Esos alumnos nos necesitan”. El no necesitaba nada. A él lo necesita-ban. Y por eso él iba, por sus amigos. Muchas veces lo reemplacé. Algunos colegas me decían: “-Pero qué tiene que ver la Universidad con el Liceo Nocturno. Si tú eres su ayudante en la Universidad. Nadie te va a pagar esas horas de reemplazo en el Li-ceo”. Yo me apenaba en vez de sonreír. Como no comprendían que yo me sentía hon-rado haciendo algo por él. Que me sentía su amigo y que yendo al Liceo podía palpar cómo su saber se plasmaba entre esos hombres nocturnos de aprendizaje.

Me gustaba curiosear y les pedía que me mostraran sus cuadernos. Me decían: “No hemos escrito mucho. Es que con don Lucho nos llevamos conversando”. Una vez un hombre, con toda su hombría e ingenuidad, me dijo: “Mire, de filosofía no he aprendido nada, pero lo que es de la vida. no tendría como medirlo”. Fue así como me enamoré de todo lo que fuese mi propio quehacer. Lo veía a él y era suficiente para percibir lo esencial. Comprendí pronto que para un hombre con vocación no hay horario, norma, reglamento ni calendario que lo detenga, pues siempre está excediendo esos límites. “Las reglas -me decía- son para el hombre extraviado; aquel que no posee sentido y requiere empalizadas para avanzar”. Y lo que en un principio fueron sus palabras hoy no sé distinguir dónde comienzan sus frases y dónde continuaron las
mías. Me di cuenta, y para siempre con alegría, que mi quehacer no era un trabajo, sino una forma de vivir. Y entendí porque él parecía no cansarse nunca.

El entusiasmo por el propio quehacer no me nació con don Lucho; yo ya estaba entusiasmado con mi vida desde niño. Pero con él comprendí que toda voca-ción era vocación en el entusiasmo. Y así podemos distinguir entre aquellos seres que requieren de cierto lugar, cierto trabajo y ciertas personas para caer en el entusiasmo, y aquellas otras que entusiasman a las personas, lugares y trabajos donde van.


La vida, quién no lo sabe, es un eterno desafío, y el desafío nuestro, el de los educadores y el de los educadores del sistema, amén de continuo es urgente. A nosotros nos toca educar, y educar con una mayor responsabilidad. Existe una pléyade de niños y adolescentes que nos necesita más. Niños y adolescentes sin más apoyo y respaldo escolar que el que el Estado y la sociedad les da. Las escuelas públicas de ayer son las escuelas municipalizadas y subvencionadas de hoy. A ellas concurren los más necesitados y los que menos tienen. Esos niños y adolescentes no merecen menos educación ni menos oportunidades. Merecen, precisamente, por sus limitaciones y privaciones, lo mejor de nosotros.

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